Los trastornos del comportamiento son uno de los motivos de consulta más frecuentes en AP y en los servicios especializados de Salud Mental. Suponen entre un 40 y un 50% de las derivaciones. Reúnen una amplia gama de comportamientos desajustados que responden a factores individuales, familiares y sociales. Son trastornos con una alta comorbilidad, por lo que el diagnóstico diferencial, que se apoya en la información obtenida en las entrevistas clínicas, debe detectar el trastorno principal y discriminar si el cuadro corresponde a un trastorno adaptativo. La intervención más importante desde AP es la prevención y el diagnóstico precoz.
Los trastornos del comportamiento, o de conducta, como normalmente se los denomina, reúnen una amplia gama de conductas desajustadas que pueden revestir mayor o menor gravedad dependiendo de la edad de comienzo y de los factores individuales, familiares y sociales que presenta el sujeto, niño o adolescente. Estos trastornos han experimentado en los últimos años un gran incremento, siendo uno de los motivos de consulta más frecuentes en AP y en los servicios especializados de Salud Mental. Entre un 40 y un 50% de las derivaciones a los equipos de Salud Mental suelen ser trastornos de conducta.
Los factores sociales que pueden incidir en este incremento suelen ser de diversos tipos, las largas jornadas laborales de los padres o los turnos de horarios rotatorios, que impiden una dedicación adecuada a la crianza de los hijos, las separaciones o divorcios conflictivos, la pobreza o la marginación social, la necesidad artificialmente creada en nuestra sociedad de obtener satisfacciones inmediatas y soluciones rápidas a cualquier problema, etc. Por un lado, todos estos factores inducen a los niños y adolescentes a no tolerar la más mínima frustración, el menor sentimiento desagradable, y a exigir gratificaciones inmediatas a todas sus demandas; y por otro lado, los padres y los profesores exigen con la misma rigidez el cumplimiento de las normas, sin poder dedicar el tiempo necesario para la adecuación progresiva de los niños. A estos factores hay que añadir las características particulares de la población inmigrante, cada vez más numerosa, con claves culturales, tanto de crianza como de comportamiento, en ocasiones muy diferentes de las nuestras.
Los trastornos de conducta en niños entre los seis y los diez años oscilan entre un 4 y un 7% en niños y entre un 1 y un 3% en niñas, dependiendo del estudio al que nos remitamos. Son más frecuentes en los varones, se presentan a una edad más temprana y suelen ser más resistentes que en las niñas. En cuanto a los trastornos de conducta en adolescentes, que en general suelen ser más graves, la prevalencia está entre un 1,5 y 3,4%. Aunque en principio también eran más frecuentes en varones, últimamente se están incrementando también entre las mujeres.
Los profesionales de AP, pediatras y médicos de familia, son los que tienen más posibilidades de detectar desde el comienzo las dificultades y alteraciones en la conducta de los niños, ya que siguen muy de cerca todo el desarrollo evolutivo desde el nacimiento. Por lo tanto, pueden detectar de forma temprana el inicio de los posibles trastornos. En ocasiones, serán los padres, con mayor frecuencia las madres, quienes consultarán por estas dificultades, pero también es posible que quiten importancia o minimicen las dificultades iniciales, argumentando que son cosas normales en los niños pequeños y que remitirán con el tiempo. Evidentemente, esto puede ser así, pero es necesario realizar un seguimiento pormenorizado de la evolución del niño.
La sintomatología puede ser muy heterogénea y variar de un caso a otro y también con la edad. Los criterios diagnósticos que pueden servir como orientación según las clasificaciones internacionales más conocidas son el DSM-IV-R y el CIE-10.
En el DSM-IV-R (Tabla 1) los trastornos del comportamiento se clasifican en dos grandes bloques: los trastornos negativistas desafiantes y los trastornos disociales.
Tabla 1. Mostrar/ocultar
Para poder acercarse a un diagnóstico de trastorno negativista es necesario que estén presentes al menos cuatro de los ocho criterios que figuran en la tabla, durante cinco meses. Para el diagnóstico de trastorno disocial se necesita la presencia de tres criterios en los últimos 12 meses o por lo menos uno en los últimos seis meses. Los criterios están agrupados en cuatro áreas: agresiones a personas o animales, destrucción de la propiedad, fraudulencia o robo y violaciones graves de normas. Se especifica también la edad de comienzo, en la infancia o la adolescencia, y la gravedad.
Tabla 2. Mostrar/ocultar
En el CIE-10 (Tabla 2), la definición del patrón general de conducta es muy similar a la del DSM-IV-R, pero establece una diferencia en el diagnóstico, en función de si estos trastornos se limiten al entorno familiar y se presenten en niños y/o adolescentes, con relaciones aceptables o sin ellas, en el entorno de sus iguales. Incluye también una categoría nueva, los trastornos disociales y de las emociones mixtos, cuando los problemas de comportamiento están acompañados de ansiedad, depresión, obsesiones, fobias, etc. Esta última categoría es interesante porque pone el acento en síntomas de tipo emocional que en ocasiones pueden pasar desapercibidos ante lo llamativo del comportamiento desajustado.
La etiología de los trastornos del comportamiento no responde a un único factor, es multifactorial. Contribuyen a su formación y desarrollo factores individuales de cada niño y/o adolescente, factores familiares y los que se derivan del entorno social en el que se desenvuelve el grupo familiar, nivel económico, social y cultural. Las clasificaciones internacionales pueden servir para guiar el diagnóstico sobre los síntomas observables pero, más allá de la fenomenología de los síntomas, es preciso comprender la dinámica interna de los trastornos.
Los trastornos de conducta tienen una larga evolución durante toda la infancia. Encontramos antecedentes de conductas negativistas, activas o pasivas, oposicionismo, obstinación y provocaciones de diverso tipo. Esto no quiere decir que todos los niños con estos antecedentes vayan a desarrollar trastornos de conducta graves. Este tipo de comportamientos son normales en los niños pequeños y solo empiezan a ser preocupantes si se mantienen más allá de una edad determinada, normalmente por encima de los siete u ocho años. Si no se resuelven, pueden dar lugar a trastornos de mayor o menor entidad. Se pueden presentar también de forma transitoria en situaciones de crisis, separaciones, duelos, etc., como expresiones de malestar, sobre todo en niños pequeños.
Cada niño, al nacer, posee un potencial de capacidades y unas características individuales concretas que se podrán desarrollar mejor o peor, dependiendo de los vínculos con los padres y de su estilo de crianza. La disponibilidad, en principio de la madre y más adelante del padre y del entorno familiar, facilitará, dificultará o moldeará el desarrollo de estas capacidades.
La puesta de límites, que forma parte del desarrollo, es fundamental para reforzar la capacidad de frustración, el tiempo de espera para obtener satisfacción. Soportar que la gratificación puede no ser inmediata aumenta el control sobre los impulsos al desarrollar mecanismos mentales de gratificación más complejos. El objetivo de la gratificación cambiará poco a poco, desde la obtención de las cosas materiales a la adquisición de buenas relaciones de amistad o buenos resultados académicos. En principio esta renuncia, muy costosa para el niño, se produce para no perder el cariño de los padres.
Como consecuencia, se desarrolla también la autonomía (poco a poco deja de ser necesario el control externo), se impulsa la adquisición de las normas, imprescindible para cuidar de uno mismo y de los otros, y aumentan la capacidad del esfuerzo intelectual (concentración y atención) y la capacidad de identificación con el otro, al que se considerará como un igual con los mismos derechos y obligaciones.
Si en la infancia no se ha experimentado la limitación de los impulsos, la interiorización de las normas y el respeto por el otro, aparecerán las conductas desajustadas. Estos niños no poseen las herramientas psíquicas necesarias para enfrentar el conflicto interno entre el deseo y la norma, la obligación y la diversión, lo que se puede y lo que no se puede hacer. El conflicto siempre se sitúa fuera del propio sujeto. Los problemas internos se proyectan en los otros y en el contexto exterior. Esta es una característica de inmadurez psicológica. Los trastornos de conducta pueden encubrir depresiones, angustia y ansiedad, miedos y fobias. Al no existir capacidad para ser elaborados mediante mecanismos psíquicos (insight, represión, simbolización, sublimación, etc.) se manifiestan a través de la conducta, como sucedía cuando el niño era más pequeño. A pesar de su carácter heterogéneo, los trastornos de conducta tienen una característica general común: la dificultad de interiorizar el conflicto. Por estas características se los clasifica como trastornos externalizados.
En los adolescentes, el problema se puede agravar porque se comportan como lo haría un niño pequeño, pero con una capacidad física y psíquica mayor para causar daño a otros y a sí mismos. El funcionamiento mental se somete a la ley del placer bruto, a la tiranía de obtener el placer inmediato por los medios que sea. No hay capacidad de identificación con el otro para reconocer el sufrimiento que causan y no perciben el propio sufrimiento. Solamente cuando no obtienen lo que quieren de inmediato, el sufrimiento interno, no percibido como tal, se transforma en violencia. Además, culpan a los otros si no lo obtienen y les adjudican intenciones hostiles, sin comprender la imposibilidad de cumplir su deseo. Se pueden convertir en maltratadores tanto con los iguales como con los adultos.
Los adultos de la familia tienen que actuar con el niño, y más con el adolescente, en correspondencia: no se les puede pedir que se controlen sin que ellos se controlen ni les respeten como personas. Las prohibiciones y las normas tienen que ser para todos en correspondencia con su edad y lugar. Las familias con graves problemas de relación, en condiciones sociales desfavorables y con conflictos crónicos entre los padres, son un contexto de riesgo para los niños, que pueden desarrollar trastornos de conducta, bien en la infancia, bien en la adolescencia.
El entorno social en el que se desenvuelve la familia es fundamental. Las relaciones que los padres mantienen fuera del entorno familiar, las actividades de ocio y tiempo libre, las relaciones con amigos, el nivel de información y comunicación que se mantiene dentro y fuera de la familia, el interés por los acontecimientos sociales y la actitud frente a ellos, etc., ofrecen un amplio mundo de posibilidades al niño o adolescente. La oportunidad de pasar del circuito corto de la familia al circuito largo del contexto social. El primer contexto social para los niños y adolescentes es el entorno educativo. La valoración que los padres hacen de él será fundamental para la apropiada integración del niño. Asimismo, la valoración que los profesores hagan del niño o del adolescente es central.
En primer lugar, hay que considerar si el trastorno de conducta es adaptativo o reactivo, derivado de una crisis reciente en el entorno familiar o escolar. En este caso, es prioritario tener información concreta sobre la crisis para proporcionar recomendaciones de manejo de la situación y evitar que el trastorno se intensifique.
Los trastornos del comportamiento presentan una alta comorbilidad con otros tipos de trastornos psíquicos. Es muy frecuente que cumplan criterios de trastorno por déficit de atención con/sin hiperactividad (TDAH), puede haber trastornos depresivos o de ansiedad, ya que con frecuencia los trastornos afectivos se traducen en agitación o problemas de conducta, trastornos del aprendizaje, discapacidad psíquica o trastornos generalizados del desarrollo. En la adolescencia, puede existir también consumo de sustancias y de alcohol. Por tanto, es necesario descartar este tipo de trastornos o bien delimitar cuál es el trastorno principal para poder llevar a cabo una intervención adecuada.
El pediatra y el médico de familia están en una posición privilegiada para poder recoger la información necesaria que oriente el diagnóstico. Conocen a la familia y al niño desde su nacimiento y, por tanto, tienen información previa sobre las dificultades que se han podido dar en el desarrollo. Es conveniente escuchar a los padres, al niño y al adolescente para valorar los puntos de vista de cada uno sobre el problema. Recoger las dificultades detectadas durante el desarrollo en cuanto a alimentación, sueño, control de esfínteres, carácter y comportamiento del niño, su estado de ánimo, las relaciones con los padres y hermanos, la presencia o no de rabietas, la capacidad de frustración, la aceptación de normas, etc. El funcionamiento del niño o adolescente en el entorno escolar y con los iguales también es fundamental. Hay que recoger información también sobre el posible consumo de sustancias y alcohol.
Es muy importante conocer el estilo de las relaciones familiares, la modalidad de crianza, las respuestas de los padres y los adultos significativos a las dificultades del niño y también la capacidad de los padres en cuanto a su propia frustración, su capacidad de control frente a las provocaciones de los hijos. Por último, la presencia en la familia de algún trastorno psíquico o físico de consideración. Toda esta información ayudará a discriminar posibles trastornos de comportamiento transitorios propios del desarrollo, o bien trastornos de tipo adaptativo o reactivo. A veces, los padres tienen exigencias desmesuradas y patologizan lo que puede ser perfectamente normal.
En ocasiones puede ser necesario descartar patología orgánica, cuando el comienzo de los trastornos ha sido agudo o grave sin antecedentes detectables.
En muchas ocasiones, la disponibilidad desde AP para intervenir en los trastornos de comportamiento es escasa, por la presión asistencial y la falta de recursos específicos. Por lo tanto, la prevención y la detección precoz son las intervenciónes más eficaces. Cuando el caso reviste mayor complejidad o gravedad, es preciso derivarlo a los equipos específicos de Salud Mental de niños y adolescentes.
Según las características y necesidades del caso, en los dispositivos de Salud Mental se puede intervenir con psicoterapia de diferentes modalidades: individual para el niño o el adolescente y entrevistas periódicas con los padres, para ajustar las pautas de relación entre los miembros del grupo familiar; psicoterapia del grupo familiar si los vínculos están gravemente distorsionados, o bien psicoterapia de grupo para el niño o el adolescente con asistencia de los padres también en grupo, para potenciar y apoyar el tratamiento de los hijos. Los tratamientos de psicoterapia se pueden complementar con técnicas de relajación en grupo y tratamiento farmacológico. Este último no se debe utilizar como intervención única, y se suele pautar cuando los problemas de comportamiento están acompañados de trastornos depresivos o de ansiedad, o cuando el descontrol de impulsos es muy relevante. Normalmente se utilizan neurolépticos (risperidona) o antidepresivos (fluoxetina).
El tratamiento de los trastornos del comportamiento es largo y complejo. Precisa normalmente de bastante tiempo y de distintos recursos (AP, Salud Mental, Servicios Sociales, etc.). En ocasiones, el trastorno es tan grave que puede precisar el ingreso en una residencia específica. En el sistema de atención de Salud Mental no se cuenta con dispositivos específicos, como comunidades terapéuticas, que proporcionen tratamiento integral e intensivo para este tipo de trastornos. Por estas razones, el abordaje preventivo y la detección precoz son fundamentales, ya que serán la intervención más eficaz en este tipo de problemas.
La mayoría de los adolescentes con trastornos del comportamiento han presentado en la infancia trastornos de tipo negativista y en algunos casos presentarán trastornos antisociales de personalidad cuando sean adultos. Sin embargo, no se le puede dar la vuelta al argumento, no todos los niños o adolescentes acabaran desarrollando trastornos de personalidad.