La enfermedad de un niño, cuando es grave, crónica o deja secuelas, supone un gran impacto emocional para toda la familia. Aunque la forma de vivenciar una misma enfermedad va a ser única para cada persona, suelen darse los sentimientos comunes a todo proceso de duelo. Los aspectos emocionales tienen gran influencia en el afrontamiento y evolución de la enfermedad. El pediatra de Atención Primaria (AP) está en una situación privilegiada para atender estos aspectos a lo largo de todo el proceso. Para ello, debe facilitar, o al menos no interferir, la expresión emocional. La clave está en saber escuchar (escucha activa) y comprender (empatía). No basta un conocimiento teórico, ni un empeño en practicarlo. Para hacerlo posible, necesitamos saber reconocer y resolver nuestros propios problemas emocionales. El pediatra también debe ayudar a la familia a completar su información sobre la enfermedad y su educación en autocuidados. Así disminuirá su estrés y aumentará su autonomía y autoestima, al sentirse más capacitados para tomar sus propias decisiones.
“Ante esta situación sólo cabe esperar y confiar en las buenas manos de los médicos y en que la niña responda al tratamiento. Por dentro estás destrozado, casi rozando la inconsciencia. Pero luchas porque la realidad de lo que está pasando no te haga tomar (o dejar de tomar) alguna decisión de la que luego te tengas que arrepentir. Piensas que ya has metido suficiente la pata por no haber traído antes a tu hija al hospital, sabiendo que unas pocas horas en el diagnóstico y tratamiento de la meningitis podrían haber sido suficientes para haberla salvado. Te culpas, piensas en la culpa que habrán tenido los médicos, en la mala suerte, te preguntas por qué está pasando todo esto, ¿realmente existe un Dios? Evitas estos pensamientos negativos (que volverán de vez en cuando a lo largo de mucho tiempo), intentas mantenerte frío, sereno, como si te enfrentases a una situación en la que todo depende de tu comportamiento. No lloras, en público no. No crees pero rezas, rezas por ella, al menos tu hija se lo merece, merece una oración. Finalmente todo terminó bien y, al parecer, sin secuelas. Pasó aproximadamente un mes ingresada. En casa intentábamos hacer vida, si se puede decir, normal. Íbamos a trabajar, su hermana a la guardería, íbamos al hospital todos los días. Mi hija pasó una gran parte de la enfermedad aislada, incluso atada para que no se quitase las sondas, y la situación a la espera del posible desenlace nos hacía estar muy tristes pues había muchas posibilidades de secuelas. Mi mujer lloraba de vez en cuando y yo intentaba tranquilizarla. Un día ella me pilló llorando, escondido en el cuarto de baño. Le agradecí que no me dijera nada e ignorara lo que había visto, pues me habría dado vergüenza y no habría sabido qué decir. Una enfermedad de este tipo hace, al menos en nuestro caso lo hizo, que nuestra relación se estrechara más.”
La enfermedad de un niño, sobre todo cuando es grave, crónica o deja secuelas, supone un gran impacto emocional para toda la familia. Una enfermedad leve también puede producir estrés en los padres. Si el niño tiene anginas, los padres deben decidir rápidamente qué hacer con ese niño que ha alterado los planes establecidos. Una otitis, con su llanto a media noche, puede dificultar el sueño de toda la familia.
Los aspectos emocionales tienen gran influencia en el afrontamiento de la enfermedad y en la evolución de la misma. El dolor emocional, cuando no se le da salida, se enquista. Es como un absceso que necesita ser drenado. Esto puede repercutir, en mayor o menor medida, en la salud de la familia y dificulta la recuperación del enfermo. En algunas ocasiones precisarán la atención de un psicólogo o un psicoterapeuta para “drenar el pus enquistado”.
En una enfermedad grave o crónica, el niño suele ser atendido por varios profesionales del hospital y de AP. Los profesionales de AP ofrecemos una atención cercana y continuada, conocemos al niño y a su familia, y ellos suelen confiar en nosotros. Por todo ello, estamos en una situación privilegiada para atender los aspectos emocionales a lo largo del proceso de la enfermedad.
En nuestra cultura, tenemos una fuerte tendencia a reprimir la expresión del dolor emocional y a ocultar la muerte. Las expresiones habituales “no te preocupes”, “los hombres no lloran”, “tienes que ser fuerte” equivalen a decir “no sientas”. Cuando a un niño, ante la muerte de un ser querido, le decimos “se ha ido”, “está de viaje”, “está dormido”, estamos negando la realidad de la muerte. Además podemos infundirle un miedo a viajar o a dormir porque piensa que puede morirse. También se tiende a ocultar a los niños el diagnóstico cuando se trata de un cáncer o de otras enfermedades graves que pueden llevar a la muerte. Nos resulta muy difícil dar una respuesta sincera a un niño que nos pregunta “¿me voy a morir?”
Tratamos de evitar enfrentarnos a las emociones dolorosas de los otros (dolor, angustia, ansiedad, rabia, impotencia, miedo) para no enfrentarnos a nuestro propio dolor, que es reflejado por el del otro. Nos han enseñado a rechazarlo en lugar de enseñarnos a expresarlo. Sin embargo, debemos valorarlo y reconocer su función. Sentir estas emociones ante una determinada situación nos ayuda (dado que son sensaciones molestas y desagradables) a intentar hacer algo para modificar la situación que las provoca, siempre que sea posible, o a tratar de adaptarnos a ella, cuando no sea posible modificarla. Es igual que con el dolor físico, que nos ayuda a retirar la mano cuando nos estamos quemando o a saber que algo anda mal en nuestro cuerpo, con lo que podemos buscar la causa y ponerle remedio. Sin embargo, no siempre las emociones cumplen su función y, cuando esto ocurre, pasan de ser un gran recurso a ser una fuente de intenso malestar que dificulta la acción.
Para atender los aspectos emocionales de forma eficaz y “sin quemarnos” necesitamos aplicar tres grandes grupos de habilidades en un orden determinado:
El orden es importante. De nada nos sirve tener bien aprendidas las técnicas que facilitan la comunicación si no somos capaces de mantener la serenidad ante el llanto o el enfado de nuestro paciente o sus padres.
Cuando hablamos de autocontrol emocional, no nos referimos a eliminar las emociones, sino a digerirlas, procesarlas y controlarlas en un entorno en que no es adecuado mostrarlas. El ser humano, con el debido entrenamiento, puede controlar la duración y la intensidad de sus emociones. Las habilidades de autocontrol emocional sirven para que el malestar no sea demasiado intenso y no se alargue en el tiempo haciéndose crónico. Puede conseguirse identificando lo que se piensa sobre la situación y, si se es poco realista, ajustando esos pensamientos a la realidad. Por ejemplo, cuando solo se ven los aspectos negativos de una determinada situación, tratar de mirar también los aspectos positivos. También pueden ayudar las técnicas de respiración profunda y relajación.
Todas estas habilidades pueden desarrollarse mediante un adecuado entrenamiento y poniéndolas en práctica. También necesitamos aprender a reconocer y resolver nuestros problemas emocionales.
En los cursos anuales de actualización en Pediatría y en las reuniones de la Asociación Española de Pediatría de AP (AEPap) habitualmente se imparten talleres para aprender estas habilidades: entrevista clínica y comunicación1-3, escucha terapéutica4 y promoción de la salud emocional del pediatra5,6. Sus contenidos se pueden consultar en Internet. Como son talleres prácticos, lo mejor es animarse a inscribirse en ellos en la próxima edición.
Si conocemos las posibles maneras de reaccionar del niño enfermo y su familia, nos será más fácil reconocerlas cuando se den en las personas que estamos atendiendo.
La forma de vivenciar una misma enfermedad va a ser única para cada niño enfermo y para cada uno de sus familiares (madre, padre, hermanos, abuelos, tíos…) “no hay enfermedades sino enfermos”. Dependerá de múltiples factores:
Sin embargo, suele haber sentimientos comunes que el pediatra debe conocer. Los sentimientos de los niños son similares a los de los adultos, aunque pueden variar en función de su etapa evolutiva.
La enfermedad, sobre todo cuando se trata de una enfermedad crónica o que deja secuelas, lleva a una experiencia de duelo, entendido como el dolor por una pérdida de alguien o algo significativo7, pues conlleva diferentes pérdidas: pérdida de la salud, del bienestar, de la autonomía, de algunas capacidades… y hasta puede llevar a la pérdida de la vida.
Como en todo duelo, tanto los niños como los adultos suelen pasar por diferentes fases, no necesariamente sucesivas: negación, ira, pacto o negociación, depresión, aceptación. Puede que solo aparezcan algunas de ellas. También pueden estancarse en una fase o regresar a una fase que parecía que ya había sido superada.
En un primer momento, tras conocer el diagnóstico, puede aparecer una etapa de negación: “Esto no puede ser verdad”, “tienen que haberse equivocado”. Pueden pensar que se trata de un mal sueño del que se van a despertar. Otra forma de negación es actuar como que no está pasando nada, como que todo sigue igual que antes, o puede que el niño siga el tratamiento prescrito pero sin interesarse por saber nada sobre su enfermedad o su posible evolución. La negación permite amortiguar el dolor ante una noticia inesperada y dolorosa, permite recuperarse del impacto.
Luego, o a veces desde el inicio si no hay negación, suele venir una fase de ira y culpa. Es la etapa de los porqués: “¿Por qué ha tenido que pasar esto?”, “¿por qué a mí?”. Pueden culparse ellos mismos o culpar al médico. Pueden rebelarse contra un Dios en el que tal vez ni crean. Pueden quejarse de todo. También pueden sentir envidia de los que están sanos.
En la fase de pacto o negociación tratan de llegar a un acuerdo para superar la vivencia traumática: “Admito que tenga un cáncer, pero que sea de los que se curan”.
Puede haber una fase de depresión con gran tristeza, tienen mucha necesidad de expresar su dolor, antes de poder llegar a aceptar la enfermedad.
En la fase de aceptación ya no hay tanto dolor, es una etapa de más tranquilidad emocional.
A continuación veremos las reacciones que suelen tener los distintos miembros de la familia.
Las reacciones de los niños van a depender en gran medida del deterioro que produce la enfermedad en su vida diaria y de las reacciones de los padres, ya que son un modelo a seguir y el principal soporte afectivo del niño. En los niños podemos ver sentimientos de:
Muchos niños enfermos tienen dolor. El componente emocional es muy importante en la vivencia del dolor. Ante el dolor físico, pueden reaccionar con miedo, ansiedad, enfado o tristeza.
Los abuelos tendrán una doble sensación de tristeza por su nieto enfermo y por la dificultad que está pasando su propio hijo.
Debemos transmitir al niño y a su familia que es normal tener cualquier sentimiento y que es más sano sacarlos, expresarlos (decir lo que sienten, llorar) que dejárselos dentro. Los sentimientos guardados son como una “olla a presión” o una “bomba de relojería” que puede explotar en cualquier momento. Además, suponen un gran consumo de energía para mantenerlos ocultos, energía que sería mucho mejor aprovechada para hacer frente a la enfermedad. Los niños pueden expresar sus sentimientos a través del juego, el dibujo o la escritura. Podemos animar a los padres a que ayuden a sus hijos a poner nombre a sus sentimientos, a que los dibujen, a que escriban lo que sienten.
Debemos tratar de no dificultar la expresión de los sentimientos dolorosos cuando estos aparezcan espontáneamente, no hacer como que no está pasando nada, mirar para otro lado o cambiar el tema de conversación. Podemos facilitar su expresión haciéndoles ver que tienen nuestro permiso para sentir lo que sienten y expresarlo, por ejemplo ofreciéndoles un pañuelo cuando vemos que aparecen las lágrimas. Podemos dar un paso más reflejándoles el sentimiento que nosotros intuimos al mirarles y escucharles, pero aquí debemos ser muy cautos para que no se sientan invadidos o malinterpretados, reflejando el sentimiento como una apreciación nuestra, no como un hecho constatado: “Veo que se te han humedecido los ojos, supongo que esto te duele mucho, ¿no es cierto?”, “parece que estás muy enfadado”, “tengo la impresión de que esto te asusta”. Frases como estas dan pie al otro a que se haga más consciente de su sentimiento y a que pueda expresarlo si desea hacerlo. También le dejamos la salida de que nos diga que no es así si nos hemos equivocado al interpretar su sentimiento o si prefiere negarlo. En cualquier caso debemos aceptar lo que nos dice, solo él sabe lo que vive y no debemos forzarlo, es simplemente que él sienta que si desea llorar o protestar tiene nuestro permiso para hacerlo.
Pero no todo tienen que ser “penas”. También es bueno que los padres sepan que está bien sentir alegría en ciertos momentos aunque su hijo esté enfermo. De hecho, la experiencia nos demuestra que, cuando una persona se permite dar salida a sus sentimientos dolorosos, los sentimientos de alegría fluyen con mayor facilidad y naturalidad. Cuando se reprimen unos, también se dificulta sentir los otros. Lo importante es poder reconocer y dar salida a todos los sentimientos, sean los que sean. Lo que daña al cuerpo y a la persona es reprimirlos, tratar de ignorarlos o negarlos.
Es importante tener habilidades de escucha1-7 para que el otro se sienta cómodo y se abra.
Entre ellas, es fundamental la empatía o capacidad para comprender las emociones del otro y darles a entender esta comprensión. Supone el reconocimiento y el reflejo del estado emocional del otro: “Entiendo que lo que más te preocupa es que puedas perder el curso”.
Para poder llegar a esta comprensión, es esencial la escucha activa, poniendo gran atención al otro, centrándonos en él, dejándole hablar sin interrumpirle, tratando de captar lo que nos dice no solo con sus palabras sino también con sus silencios, con su tono de voz, con sus gestos, con su comportamiento. Esto no podemos hacerlo con prisas. Si no tenemos tiempo, miraremos si podemos citarle en una consulta programada en otro momento.
Para poder ayudar a otros en el plano emocional, es muy importante que sepamos reconocer y resolver nuestros propios problemas emocionales. Difícilmente vamos a poder ayudar si, en lugar de apoyarle en su dolor, nos ponemos a llorar con él o si, ante una reacción de enojo, no podemos controlar nuestro propio enojo. Nosotros también necesitamos dar salida a nuestras emociones pero en un espacio adecuado, no en la consulta con nuestro paciente o familia a quienes estamos tratando de ayudar. Eso no quita para que en algún momento también podamos emocionarnos con ellos. Es probable que pase si el proceso es demasiado doloroso y nos sentimos cercanos a esa familia. No tiene por qué ser contraproducente. La familia puede ver que también sentimos su pena. Podría ser más problemático que cortáramos su sentimiento para que no se despierte el nuestro. Pero también tenemos que saber medir nuestras fuerzas y ver hasta dónde podemos ayudar en el plano emocional.
Tras estar con el paciente, lo más pronto que podamos, conviene chequear los sentimientos y actitudes que hayamos experimentado durante el encuentro (huida, angustia, ansiedad, miedo...). Es bueno que sepamos reconocer nuestros sentimientos sin culpabilizarnos. Si lo sentimos es por algo. Puede ayudarnos mirar en concreto qué ha producido un sentimiento determinado: “Me duele ver tanto sufrimiento”, “me dio rabia porque sentí que me culpaba de no haberle diagnosticado antes”, “tuve miedo de que me golpeara”, “me removí cuando dijo que su marido no lo entendía”. Podemos mirar si vemos alguna relación con algo de nuestra propia vida, ver si también nosotros tenemos “algo enquistado que drenar”, drenarlo mediante la escritura, la pintura, hablando con personas de nuestra confianza, buscando ayuda profesional si creemos que la necesitamos… y así preservar nuestra salud emocional y estar mejor capacitados para desarrollar nuestra profesión.
El estrés se produce cuando las personas tienen que enfrentarse a situaciones que valoran como peligrosas o dañinas y se perciben sin recursos para afrontarlas. Podemos contribuir a disminuir el estrés del niño y su familia, y a aumentar su autonomía y autoestima, informándoles adecuadamente sobre la enfermedad. Y también educándoles para el autocuidado, con el fin de que puedan tomar decisiones autónomas positivas sobre su enfermedad8-11. Comprendiendo su mundo emocional, podremos motivarles para que adopten actitudes y comportamientos que les beneficien y ayudarles a que se sientan más seguros cuando tengan que enfrentarse a los distintos problemas que vayan surgiendo. Prestando atención a lo que les preocupa, a lo que necesitan y a las fortalezas con las que cuentan, estamos estableciendo la base para crear un buen vínculo de confianza que será en sí mismo terapéutico. También podremos atender mejor a sus necesidades, se sentirán comprendidos y aliviados y estarán más dispuestos a adoptar comportamientos adecuados.
“La verdad nos hará libres”. Debemos decir a los niños toda la verdad que sean capaces de digerir en función de su personalidad y de su etapa evolutiva. Debemos tener en cuenta que la verdad que pueden digerir los niños suele ser bastante mayor de lo que solemos pensar los adultos. Cuando un niño hace una pregunta, es porque desea saber algo más sobre el tema. Al hacerla nos está demostrando que ya está capacitado para recibir una respuesta sincera a lo que desea saber, en un lenguaje sencillo que pueda comprender. Antes de dar la información tenemos que cerciorarnos qué es lo que ya sabe y qué desea saber en concreto. Podemos preguntarle “¿qué te han dicho?”, “¿qué te preocupa?”, “¿qué quieres saber?”. La información debe mantener una esperanza realista. Podemos decirle que le vamos a acompañar durante su enfermedad, tratando de que se sienta lo más cómodo que sea posible. Las malas noticias solo deben darse cuando el niño esté acompañado por sus padres o por adultos que puedan apoyarle. También pueden informarle los padres, pero dejándole la puerta abierta para que pueda preguntarnos lo que desee. El profesional o los padres explicarán claramente los procedimientos diagnósticos o terapéuticos a los que va a ser sometido, sin mentir al niño. No decirle que no le va a doler si se trata de un procedimiento doloroso. Los padres le tranquilizarán diciéndole que será un ratito y que estarán a su lado en cuanto puedan. Saber lo que va a pasar disminuye la angustia. La mentira lleva a la pérdida de la confianza.
Los hermanos también deben ser informados de lo que está pasando. Los niños son muy hábiles para captar la preocupación de la familia y, si no se les informa adecuadamente, lo que ellos fantaseen puede ser mucho peor que la realidad. Cuando están bien informados, la comunicación entre los miembros de la familia es mucho más rica y evitamos que sufran en soledad. Es frecuente que el niño o sus hermanos tiendan a sentirse culpables por creer que la enfermedad se debe a algo que ellos pensaron, dijeron o hicieron. Es importante explicarles a qué se debe la enfermedad y dejarles muy claro que nadie es responsable de la misma, que no se debe a su comportamiento.
Las distintas actitudes ante la enfermedad del niño enfermo y de cada una de las personas que le rodean van a facilitar o dificultar el afrontamiento de la misma y van a influir en su evolución. Entre las actitudes que ayudan, están:
Mantener una actitud optimista pero realista. Tener la esperanza de poder encontrar soluciones adecuadas a las situaciones que se vayan presentando.
Ser pacientes con el tiempo que se necesita para aprender e irse adaptando progresivamente a la nueva situación.
Ser paciente con uno mismo, con los propios sentimientos, comprenderlos y aceptarlos.
Ser paciente con las conductas regresivas.
Ofrecer los cuidados necesarios para lograr el bienestar posible de todos los miembros de la familia, incluido uno mismo. Saber poner límites al cuidado, saber decir no. Admitir los límites y las posibilidades reales del enfermo y de los cuidadores.
Dejarse ayudar y pedir la ayuda que se necesite a las personas cercanas como otros familiares o amigos. Los abuelos pueden ser una fuente importante de apoyo en la vida diaria o en los momentos de más sobrecarga, sobre todo si el niño enfermo necesita ser hospitalizado.
Recurrir a asociaciones de enfermos, que ofrecen apoyo emocional de otras personas que han tenido que enfrentarse a la misma enfermedad, información y otros recursos.
Permitir a los hermanos que ayuden como ellos lo deseen siempre que no suponga riesgos, sin delegarles responsabilidades para las que no estén preparados.
Permitir que el niño enfermo desarrolle todas sus capacidades, asumiendo su autocuidado en la medida de sus posibilidades, con lo que mejorará su autoestima y su autonomía.
Aliviar el dolor en la medida de lo posible, mediante fármacos, posturas antiálgicas, técnicas de relajación o distracción (juego, lectura…) Explicarle el origen de su dolor y los cuidados que se pueden aplicar. Permitirle tomar parte en las decisiones que se adopten para aliviarlo.
Crear un clima familiar de amor y seguridad donde se pueda sentir y expresar emociones. Respetar la forma que cada uno tienen de expresar lo que siente.
Crear momentos para estar juntos como pareja, para mantener la unión y apoyarse mutuamente.
Hablar sobre lo que se está viviendo en la familia y cómo está afectando a la vida de cada miembro. Esto permitirá ir cerrando los pequeños procesos de duelo que se generan tras cada pequeña pérdida, por ejemplo, de actividades que antes se realizaban y ahora no se pueden llevar a cabo debido a la enfermedad. Cuando estos procesos de duelo no se van cerrando, se van acumulando y cada vez es más difícil superarlos.
Hablar con los niños de lo que está pasando en sus vidas sin centrarse solo en la enfermedad.
Es importante que los padres digan a los niños que los quieren y que estarán allí para ellos.
Aprender a vivir con la enfermedad, reorganizando los distintos roles familiares y las prioridades, en función de las necesidades, manteniendo en lo posible las rutinas familiares.
Mantener un equilibrio entre la enfermedad y el resto de la vida familiar. Procurar que la enfermedad, dentro de las posibilidades, no altere la dinámica familiar ni la atención a las necesidades de los otros miembros de la familia, como la pareja o los otros hijos. El niño enfermo es parte de la familia pero no debe ser el centro de la misma. Centrarlo todo en torno a él y a la enfermedad puede ser perjudicial para todos los miembros de la familia.
Buscar momentos de ocio y diversión.
Continuar con los contactos sociales (amigos, compañeros, otros familiares) en la medida de lo posible, mediante visitas, teléfono, Internet.
Educar al niño enfermo como a sus hermanos, marcándole normas y límites, con cariño y firmeza, sin sobreprotegerle ni consentirle más que a los otros niños por estar enfermo, tratándole de la forma más normal y natural que sea posible.
Descubrir la parte “positiva” de la enfermedad: fortalecimiento de los vínculos familiares, dar más valor a lo que realmente lo tiene, como el afecto de los más próximos, desarrollo de valores como la sensibilidad ante el sufrimiento de los demás, la solidaridad, la capacidad de entrega…
Cuidar de la propia salud, dormir lo suficiente, hacer ejercicio regular, mantener relaciones y aficiones, organizar el tiempo (hacer lo más importante al principio).