La cobertura universal es una de las metas fijadas por la Organización Mundial de la Salud (OMS), que la define como el acceso de todas las personas a los servicios de salud necesarios sin el riesgo de afrontar graves dificultades económicas por tener que pagarlos. Cada año, 100 millones de personas caen en la pobreza por tener que pagar directamente los servicios de salud1,2.
El derecho a la protección de la salud está recogido en el artículo 43 de la Constitución española. En 1999, la financiación de la asistencia sanitaria se desvincula del sistema de Seguridad Social, de manera que pasa a ser financiada por los impuestos a través de las transferencias a los servicios de salud autonómicos correspondientes. Conviene en este punto recordar que todos los que vivimos en este país pagamos impuestos indirectos a diario (impuesto sobre el valor añadido, impuestos sobre hidrocarburos, sobre el alcohol, sobre el tabaco…). El artículo 1 de la Ley General de Sanidad, de 1986, establece el derecho a la salud y a la atención sanitaria sobre la base del concepto de ciudadano y no de afiliación y alta al Sistema de Seguridad Social, determinando que “son titulares del derecho a la protección de la salud y a la atención sanitaria todos los españoles y extranjeros que tengan establecida su residencia en territorio nacional”. Sin embargo, aunque el cotizante a la Seguridad Social no está financiando con sus cuotas la asistencia sanitaria, el Real Decreto-Ley 16/2012, de 20 de abril, de Medidas Urgentes para Garantizar la Sostenibilidad del Sistema Nacional de Salud y Mejorar la Calidad y Seguridad de sus Prestaciones, asimila la afiliación a la Seguridad Social con la cobertura médica. Este decreto mantiene la cobertura universal para la atención de urgencias, embarazo, parto y postparto, menores de 18 años y gran invalidez, pero para el resto de situaciones plantea un mecanismo de pago por la recepción de servicios sanitarios.
Con esta medida, España ha perdido su posición en la vanguardia de los Estados que garantizan una atención sanitaria universal.
Se suele decir que tenemos una sanidad gratuita cuando en realidad lo que tenemos es una "sanidad gratuita en el momento de la asistencia". La sanidad no es gratuita porque se paga por medio de los impuestos, pero lo que sí se puede decir de ella es que es barata si la comparamos con otros países de nuestro entorno.
El coste del sistema de salud español, con una cobertura universal, representa el 9,6% del producto interior bruto (PIB), mientras que en EE. UU., donde la atención no llega a toda la población, el gasto supone el 17,6% del PIB. También gastamos menos que Francia (11,6%), Alemania (11,6%) o Suiza (11,4%) y, aproximadamente, un punto menos del PIB de promedio que la media europea. Por citar otros datos, según el documento “Diez temas candentes de la sanidad española para 2012”, elaborado por Price Waterhouse Coopers y citando fuentes de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y del Banco Mundial, el gasto sanitario per cápita en España fue en 2009 de 3067 dólares, frente a los 3233 dólares de media en la OCDE, es decir, un 5,1% inferior. Todos estos datos demuestran la eficiencia del sistema actual, aunque tenga aspectos mejorables.
Es cierto que, desde hace bastantes años, el gasto sanitario crece a un ritmo superior al que lo hace la economía y que la crisis económica está obligando a un fuerte ajuste de los presupuestos públicos, incluidos los gastos sanitarios. Pero, ¿es realmente verdad que la gestión privada de los centros sanitarios puede reducir el gasto manteniendo la misma calidad? Lo cierto es que no hay evidencia que demuestre que los modelos de gestión privada en los servicios sanitarios sean más eficientes que los públicos.
La falta de transparencia impide comparar las diferentes formas de gestión en nuestro país pero, según el informe de la Cámara de Cuentas de la propia Comunidad de Madrid, del 24 de septiembre de 2012, el Gobierno regional tuvo que aprobar la entrega de más de seis millones de euros a las empresas concesionarias para evitar el riesgo de colapso financiero. El precedente del rescate al hospital de Alzira (en 2003 se canceló el contrato de concesión, con compensación por “lucro cesante” incluida, y se adjudicó un nuevo contrato con condiciones más favorables a la entidad concesionaria) es de sobra conocido. La experiencia de las Entidades de Base Asociativa (EBA) en Cataluña tampoco parece ser una panacea, dado que desde su constitución en 1996, y pese al decidido apoyo gubernamental que recibieron, han quedado reducidas a un total de nueve (en 17 años).
Las experiencias en otros países tampoco sustentan la premisa de que la gestión sanitaria privada sea más eficiente. Así lo concluyó una revisión sistemática que compara la gestión pública y privada en países de medianos y bajos ingresos publicada el año pasado en la revista PLOS Medicine3. En el Reino Unido, el proceso de privatización de la gestión de la sanidad con el modelo PFI (iniciativa de financiación privada), el mismo escogido por Madrid para los seis nuevos hospitales, ha tenido un sobrecoste anual de entre 1800 y 2400 millones de euros, según un estudio publicado en el British Medical Journal4. Fuera del ámbito británico, un reciente análisis comparado en Francia (Dormont y Milcent, 2012) encuentra que la menor productividad de los hospitales públicos se explica por su sobredimensionamiento y las características de sus pacientes y su actividad productiva, no por razones de ineficiencia. En Alemania, un estudio centrado en la eficiencia hospitalaria (Herr, et al., 2009), concluye que los hospitales privados (con y sin ánimo de lucro) son menos eficientes en costes que los de titularidad pública. Según una revisión sistemática llevada a cabo por la Canadian Medical Association, los pagos al proveedor son superiores en los hospitales con ánimo de lucro que en los hospitales sin ánimo de lucro5.
Los efectos "beneficiosos" de la gestión privada se encuentran, principalmente, en el corto plazo, permitiendo a los Gobiernos ofrecer infraestructuras a la población sin tener que acometer grandes inversiones con fondos públicos, pero en el medio y largo plazo estos beneficios se disipan. Además, los objetivos de reducción del gasto sanitario plantean conflictos éticos, al traspasar dicha acción al personal médico a cambio de incentivos económicos.
Todo lo anterior no significa que no haya bolsas de ineficiencia que requieren reformas del sistema, pero siempre conservando en todo momento su carácter universal, público y sin ánimo de lucro.
Finalmente, conviene enfatizar la idea de la salud como una inversión, no como un gasto. Las personas sanas tienen un mayor rendimiento laboral y la protección de las familias frente a los gastos en salud les permite disponer de más recursos para el ahorro o la actividad económica. The Lancet ha dedicado un especial a la importancia de la universalidad de los sistemas sanitarios como motor del desarrollo social y económico6.
La sanidad es el servicio público sistemáticamente mejor valorado por los ciudadanos españoles (CIS, 2011). Somos un país puntero en indicadores sanitarios como la expectativa de vida al nacer o la mortalidad infantil, y nuestro sistema sanitario se situaba en el séptimo puesto mundial, muy por delante de otros países como Alemania (en el puesto 25) o EE. UU. (en el 37), en el último estudio publicado en ese sentido por la OMS. De momento, por tanto, podemos afirmar que disponemos de un sistema sanitario de calidad. Pero, ¿será posible mantener la calidad con el cambio de gestión propuesto?
Las empresas privadas tienen que repartir beneficios y es lógico pensar que ese dinero salga de gastos de personal, duración de los ingresos y pruebas diagnósticas, aparte de la selección de riesgos, factores todos que cabe pensar afecten a la calidad asistencial. Pero vayamos a los hechos.
Es importante subrayar que el plan de sostenibilidad cambia una gestión sin ánimo de lucro por otra con ánimo de lucro. Existen en la literatura científica diversos estudios que revelan que el ánimo de lucro en el sistema sanitario está relacionado con una peor calidad asistencial para el paciente7,8. Como curiosidad, en el ranking de los diez mejores hospitales de EE. UU., todos ellos carecen de ánimo de lucro9.
El ejemplo del proceso privatizador del sistema sanitario británico, puesto en marcha a iniciativa de Margaret Thatcher a finales de los años 80, es paradigmático. Este mismo año, el primer ministro David Cameron tuvo que pedir perdón por el "espantoso escándalo sanitario” sucedido en el hospital Mid Staffordshire después de que las autoridades sanitarias advirtieran de que en ese centro habían muerto entre 400 y 1200 personas más de lo que se debería esperar según las estadísticas. El primer estudio, elaborado por una comisión dependiente del Ministerio de Sanidad británico, determinó que en la gestión del hospital se había primado "la consecución de objetivos económicos por encima de la calidad del servicio".
Parafraseando a Antonio Muñoz Molina, “no se puede seguir reduciendo indefinidamente el presupuesto de la justicia o la educación, la paga de los policías, la dotación de los servicios de incendios, el número de camas o de turno de médicos o de quirófanos en un hospital. Pasado un cierto tiempo ocurre el desastre y el deterioro deja de ser reversible: muere un enfermo porque le retrasaron demasiado una operación, los policías están tan desmoralizados o tan necesitados que se venden a la mafia, el fuego estalla y devora un bosque sin que nadie lo detenga, la escuela se vuelve inhabitable y solo quedan en ella los niños a los que sus padres no pueden costear un colegio privado”10.
En resumen, la privatización de la sanidad puede mejorar la calidad percibida (habitación individual, puntualidad, demoras), pero empeorando la calidad objetiva (pruebas, tecnología, personal sanitario por paciente...). Sería preocupante que, aprovechando el argumento de la crisis, se produjera el desmantelamiento de un sistema sanitario con buenos resultados en salud, eficiente, bien valorado y considerado como modélico a nivel internacional (por ejemplo, en EE. UU.) por intereses económicos o ideológicos.