Una buena salud emocional precisa de una adecuada regulación emocional. Por ello, el pediatra debe tener nociones básicas de inteligencia emocional (la emo-Pediatría). No se trata de reprimir las emociones que sentimos. No hay emociones buenas ni malas. Todas son necesarias y todas nos dan una información muy valiosa. Se trata, más bien, de saber qué hacer con esas emociones que todos los seres humanos sentimos (envidia, celos, miedo, enfado, odio…). ¡No todo vale en lo que se refiere a conducta! Sentir enfado es necesario y normal, pero pegar no es correcto. Sentir miedo es útil y normal, pero que el miedo nos paralice no es adecuado. En esto se basa la inteligencia emocional, en reconocer y aceptar la emoción que nos invade y en gestionar la respuesta más adecuada para esa situación concreta. Y para que esta segunda parte de “gestión de la emoción” se haga correctamente, es necesaria una correcta comunicación entre el cerebro emocional y el cerebro racional y es necesario hacernos conscientes y responsables de los pensamientos que creamos. Según sean nuestros pensamientos, así serán nuestros sentimientos y nuestra conducta.
La salud del niño no se define solo por su salud física, sino también por su salud emocional y social. Es en esta parte en la que la emo-Pediatría juega un papel importante. El pediatra debe conocer la importancia de las emociones y su relación con los pensamientos, sentimientos y las conductas y entender que “no somos responsables de las emociones, pero sí de lo que hacemos con las emociones” (Jorge Bucay). Y, esta segunda parte de la frase, “lo que hacemos con las emociones”, es la base de la inteligencia emocional y es lo que diferencia una reacción impulsiva y automática de una respuesta analizada y ponderada.
La inteligencia emocional supone en primer lugar un proceso de reconocimiento de la emoción (ser consciente de lo que uno siente en el momento en que lo está sintiendo) y, en segundo lugar, un proceso de gestión de la emoción (no reaccionar de forma automática, no dejarse arrastrar por la emoción, sino ponderar de forma responsable todos los pensamientos y las respuestas posibles a esa emoción y elegir el más adecuado). Aumenta de esta forma la capacidad de tolerar la frustración, de perseverar ante las dificultades, de vivir el error como una oportunidad para aprender, de apreciar lo que se tiene en lugar de enfocarse en lo que no se tiene, de responsabilizarse de nuestros estados de ánimo y de nuestra forma de pensar y de interpretar los sucesos que nos ocurren, de reconocer y aceptar todas las emociones que nos invaden y de saber “parar” ante situaciones emocionalmente desbordantes. También aumenta la capacidad de empatizar con las necesidades y sentimientos del otro y saber relacionarse con los demás.
La inteligencia emocional es una habilidad que se puede aprender, desarrollar y potenciar. Todos nacemos con una inteligencia innata determinada por la genética, pero esta se puede desarrollar gracias a la educación, las experiencias, el aprendizaje… Es por este motivo que el papel de los educadores (padres, profesores, pediatras) es crucial para el desarrollo de esta habilidad por parte de los niños.
La palabra emoción proviene del verbo en latín movere (“moverse”) y el prefijo e- (“moverse hacia”): las emociones son impulsos automáticos que surgen ante estímulos externos o internos y que nos llevan a reaccionar, a actuar, a movernos. Si llevamos a cabo la acción que requieren, estas se transforman y nuestro cuerpo vuelve a su estado de equilibrio. Pero si reprimimos la emoción y no movilizamos su energía, esta se almacena en nuestro organismo y nos mantiene en un estado de activación y malestar.
No existen emociones buenas ni malas. Todas nos dan una información acerca de un problema interno al que debemos prestar atención. Existen seis emociones básicas. Estas son:
La educación, las experiencias vividas, la cultura, las creencias… han reprimido la expresión de las emociones, de tal forma que estas se han ido separando de las acciones. Desde pequeños, oímos de forma repetida “¡no pasa nada, no te pongas así, no es tan importante!”, “¡no llores!”, “¡no te enfades!”… Y así, no nos permitimos llorar ante situaciones tristes, no nos permitimos estar enfadados ante situaciones frustrantes, ni siquiera nos permitimos expresar abiertamente la alegría. Esa energía no expresada se va acumulando en nuestro cuerpo provocando un estado de ansiedad y estrés.
El pensamiento y el sentimiento es el resultado de la toma de conciencia por parte del neocórtex de la emoción: emoción + pensamiento = sentimiento. De tal forma que, según sea el pensamiento, así es el sentimiento. La manera en la que nos sentimos no viene determinada por las cosas que nos ocurren, sino por cómo las interpretamos y por lo que nos decimos a nosotros mismos (nuestros pensamientos, nuestro diálogo interior). Existen varios tipos de pensamientos o estilos explicativos (maneras de cómo interpretamos y nos explicamos aquello que nos ocurre), algunos más optimistas, otros más pesimistas1 y, según sean estos, así nos sentiremos. Así, ante un obstáculo, como puede ser suspender un examen, el niño puede pensar: “¡Para qué me voy a esforzar, si siempre suspendo!, ¡soy tonto!, ¡no sirvo para nada!”, lo que le llevará a sentirse triste, impotente, frustrado; o puede pensar “¡Vaya, he suspendido! La próxima vez le dedicaré más tiempo a esta asignatura porque parece que me cuesta más”. En este caso el niño se sentirá optimista y capaz de afrontar el obstáculo. Es importante, por lo tanto, conocer cuál es nuestro estilo explicativo y hacernos responsables de él; es decir, saber que cómo nos sentimos ante un hecho no es responsabilidad del hecho en sí, ni de nadie externo a nosotros; cómo nos sentimos depende únicamente de nuestros pensamientos. De esta forma, uno se convierte en responsable de sus pensamientos y de sus sentimientos y deja de buscar culpables. El estilo explicativo se puede modelar a través de su reconocimiento y de su aceptación.
Como ya hemos mencionado previamente, una emoción siempre conlleva un movimiento, una acción, una respuesta. Esta conducta resultante dependerá de si permanecemos atrapados por la emoción (reacción impulsiva) o si nos paramos a pensar y a valorar todas las posibles respuestas (respuesta reflexiva). Esto dependerá de nuestra capacidad de regular y gestionar las emociones.
Para entender mejor el concepto de regulación emocional son necesarias unas nociones básicas de neuroanatomía. El cerebro humano se puede dividir en tres regiones2. La región más primitiva del cerebro, el tallo encefálico, es la región que regula las funciones vitales básicas como la respiración, los movimientos automáticos… Rodeando esta región, se encuentra el cerebro emocional o sistema límbico, donde llegan todas las emociones. Y sobre estas dos regiones se asienta el cerebro racional o neocórtex. Por su importancia en la regulación emocional, destacamos dos estructuras: la amígdala, localizada en el cerebro límbico y responsable de los impulsos emocionales, y la corteza prefrontal (o lóbulos prefrontales), ubicada en el cerebro racional, encargada de planificar, analizar, anticipar, pensar, razonar y comprender.
Cuando un estímulo es captado por el ojo, el oído, la nariz u otro órgano sensorial, su señal llega al tálamo, donde se traduce al lenguaje del cerebro. Desde el tálamo, la señal es enviada al cerebro emocional y al cerebro racional. El neocórtex y la amígdala están a su vez conectados. La base de la regulación y la inteligencia emocional se encuentra en esta conexión.
La vía que une el tálamo y la amígdala es mucho más corta y más rápida que la vía que une el tálamo con el neocórtex. Esta vía rápida está relacionada con la supervivencia de la especie (milisegundos que permiten salvar la vida ante un peligro real), pero también con las reacciones impulsivas, automáticas y en muchas ocasiones inadecuadas (estallidos emocionales).
En circunstancias normales, los lóbulos prefrontales analizan toda la información recibida, amortiguan los impulsos de la amígdala y ponderan todas las posibles maneras de interpretar (dando lugar a distintos tipos de pensamientos) y de responder al estímulo, eligiendo la más adecuada. El objetivo de esta regulación no es la represión de las emociones, sino el reconocimiento y aceptación de la emoción acompañada de una valoración y un análisis de la acción que la emoción pone en marcha en nuestro cuerpo. Se regula la acción secundaria a la emoción, en ningún caso la emoción.
Pero, ante situaciones que la amígdala percibe como una amenaza, como un peligro, ya sea este real (fuego, león…) o irreal (ansiedad, miedo, cólera, estrés…), se produce una hiperactivación amigdalar, de tal forma que las señales que emite la amígdala sabotean la capacidad de la corteza prefrontal para realizar sus funciones de regulador emocional y de discernimiento. La mente racional se ve desbordada por la mente emocional. Este hecho, mantenido en el tiempo, está en la base de muchos fracasos escolares y trastornos de comportamiento, ya que es necesario un adecuado funcionamiento de la corteza prefrontal para prestar atención, pensar, realizar una tarea concreta, memorizar, estudiar…
Estas situaciones generadoras de una tensión emocional prolongada provocan en el niño la hiperactivación de la amígdala, al experimentar el mundo como no seguro. Esta hiperactivación está en la base del desequilibrio emocional en el que la corteza prefrontal no puede realizar correctamente sus funciones y lleva al niño a ser esclavo de sus emociones y a actuar impulsivamente bajo su mandato. A estos niños hay que enseñarles a “calmar” su amígdala a través de ejercicios de relajación, de meditación, a través del acompañamiento amoroso, a través de gestos de afecto y cercanía, a través de psicoterapia… En estos casos, los castigos, los gritos por el mal comportamiento o por el fracaso escolar no hacen más que empeorar la situación al activar aún más la amígdala.