Artículo cedido y publicado en el apartado sobre Violencia en la Infancia y la Adolescencia de la página web del Ministerio de Sanidad.
Lo que se les dé a los niños, los niños darán a la sociedad
Karl Augustus Meninger
En este tercer capítulo de la serie sobre identificación del riesgo psicosocial en las personas menores de edad vamos a desarrollar cómo influyen en el riesgo psicosocial las alteraciones de la conducta/psicológicas y la discapacidad/diversidad funcional.
Desde 1990, los estudios sobre la carga global de morbilidad han considerado continuamente los trastornos mentales como unos de los factores más perjudiciales para la salud en todo el mundo1,2. Además, los trastornos mentales representan la mayor parte de los años vividos con discapacidad3.
Pese a esta realidad, la invisibilidad de los trastornos mentales lo constata que en 2013 ninguno de los estados miembros de la Unión Europea (UE) pudiera proporcionar datos sobre la incidencia de trastornos mentales en niños o adolescentes. Para corregir esta situación, desde diversas instituciones de la UE, sobre todo desde el Parlamento, pero también desde la Comisión Europea, se está intentando modificar esta situación4.
En el ámbito de la salud mental hay resultados relevantes de un estudio de cohortes realizado en Dinamarca5, que incluyó a todas las personas nacidas desde el 1 de enero de 1995 hasta el 31 de diciembre de 2016 (1,3 millones), y a los que se les realizó seguimiento desde el nacimiento hasta el 31 de diciembre de 2016 o la fecha de muerte, emigración, desaparición o diagnóstico de uno de los trastornos mentales examinados (14,4 millones de años-persona de seguimiento). Los datos se analizaron desde el 14 de septiembre de 2018 hasta el 11 de junio de 2019.
Este estudio proporcionó una primera evaluación integral de la incidencia y los riesgos de los trastornos mentales en la infancia y la adolescencia:
Las características específicas distintivas de los diferentes trastornos mentales con respecto al sexo y la edad pueden tener implicaciones importantes para la planificación de servicios y la investigación etiológica.
En relación con el rendimiento escolar en el estudio de cohortes danés5,6 se encontró que las personas con un trastorno mental en la infancia o la adolescencia parecían tener menos probabilidades que las personas sin dicho diagnóstico de realizar el examen final al término de la educación escolar obligatoria. Además, entre los que realizaron el examen, las personas con un trastorno mental obtuvieron calificaciones medias estadísticamente significativamente más bajas en el examen, en comparación con las personas sin un trastorno mental. Estos hallazgos enfatizan la necesidad de brindar apoyo adicional en la escuela a los niños y adolescentes con trastornos mentales.
Por otro lado, en otro estudio a partir de la cohorte nacional de Dinamarca7 también se pudieron apreciar las imbricaciones de la situación socioeconómica familiar como factor de riesgo para los niños y adolescentes:
Se necesitan intervenciones para mitigar las desventajas relacionadas con los bajos ingresos y mejores oportunidades de movilidad socioeconómica ascendente, para reducir la desigualdad social en relación con la salud mental, lo que a su vez podría reducir el riesgo de desarrollar condiciones somáticas en la edad adulta relacionadas con determinados patrones socioeconómicos. Dado que pasar más tiempo en condiciones de bajos ingresos se vinculó con mayores riesgos posteriores de desarrollar enfermedades mentales, las medidas preventivas dirigidas a la primera infancia podrían ser especialmente beneficiosas para reducir estos riesgos duraderos7.
Las políticas dirigidas a acabar con la pobreza infantil y a aumentar la igualdad en nuestras sociedades deben ser un objetivo ineludible de los gobiernos y las diferentes organizaciones internacionales, con acciones eficaces y continuadas a nivel social y económico.
Detectar la vulnerabilidad para proteger a las personas menores de edad debe ser una obligación imperiosa de la comunidad, pero especialmente de aquellas personas que trabajamos al servicio de los menores y sus familias. Por todo ello, la detección y el seguimiento en el área funcional pediátrica de las personas menores de edad que pasan por estas situaciones es inexcusable, y las derivaciones a salud mental infantil y trabajo social sanitario deben valorarse según los resultados obtenidos en las evaluaciones clínicas periódicas de estas personas menores de edad.
En 1980, la Organización Mundial de la Salud (OMS) desarrolló la Clasificación Internacional de las Deficiencias, Discapacidades y Minusvalías (CIDDM)8 por la necesidad detectada tanto por la organización sanitaria mundial como por los profesionales, con el objetivo de buscar un enfoque conceptual de la discapacidad y la minusvalía así como un lenguaje común. El objetivo de la CIDDM se centró en traspasar las barreras de la enfermedad y clasificar las consecuencias que deja en el individuo y en su relación con la sociedad. De esta forma se propuso sustituir la visión tradicional médica de:
Etiología → patología → manifestación clínica, por:
Enfermedad → deficiencia → discapacidad → minusvalía.
La linealidad en el planteamiento de la CIDDM ha sido criticada ya que se plantea la posibilidad de que existan minusvalías derivadas directamente de una enfermedad, que no ha causado deficiencia, ni discapacidad9.
Para la CIDDM:
En definitiva, una deficiencia es toda pérdida o anormalidad de una estructura o función psicológica, fisiológica o anatómica. Una discapacidad es toda restricción o ausencia (debida a una deficiencia) de la capacidad de realizar una actividad en la forma o dentro del margen que se considera normal para un ser humano.
Cuando después del año 1999 empezó a consolidarse a nivel internacional el modelo biopsicosocial de la salud desarrollado en el contexto de la Teoría General de Sistemas, y dado que el modelo trasciende el enfoque tradicional meramente biológico incorporando un enfoque holístico, en el que se consideran de manera integrada tanto los factores biológicos como los psicológicos y los sociales, la OMS decidió el desarrollo de la CIF (Clasificación Internacional del Funcionamiento, de la Discapacidad y de la Salud).
El modelo describe y evalúa el funcionamiento y la discapacidad sobre la base de unos componentes estructurados en dos categorías:
Por todo ello los menores con discapacidad deben ejercer sus derechos en igualdad de condiciones, sin discriminación por motivos de edad o discapacidad, deben recibir asistencia y apoyos adaptados a sus circunstancias y deben tener el mismo derecho que los adultos a ser informados y escuchados (art. 8.5 RD 888/2022)12.
Desde el año 2009 ya no se habla de minusvalía sino de grado de discapacidad.
Actualmente, se utiliza más el término “diversidad funcional” para referirse a estas situaciones que afectan al desempeño funcional de una persona13.Ha sido una propuesta realizada por Javier Romañach Cabrero que busca evitar las connotaciones negativas del término “discapacidad”. La diversidad funcional no limita la visión de los seres humanos como capacitados y discapacitados, sino que plantea un modelo donde tienen cabida por igual todos ellos.
La OMS también clasifica las discapacidades de acuerdo con la disfuncionalidad en:
Hay tres tipos de deficiencia según la OMS. La discapacidad, al igual que la deficiencia, puede ser congénita o adquirida, temporal o irreversible y, además, progresiva o regresiva10-13.
Según las estimaciones de la encuesta EDAD – Hogares 202014, un total de 4,38 millones de personas residentes en domicilios familiares (94,9 de cada 1000 habitantes) tienen algún tipo de discapacidad. Respecto a los datos que proporcionó la anterior encuesta de discapacidad, realizada en 2008, la población de personas con discapacidad residente en domicilios familiares se ha incrementado en unas 536 000, mientras que la tasa específica de discapacidad lo ha hecho en un 9,4‰. En el año 2019 había alrededor de 131 700 menores de 17 años con un grado de discapacidad reconocida administrativamente superior al 33%. Las causas más frecuentes de discapacidad en estas edades eran las alteraciones mentales e intelectuales, que representaban alrededor de 110 500 casos.
Además, según la Red Europea de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social en el Estado Español (EAPN-ES)15,16, las personas con discapacidad soportan un riesgo de pobreza y/o exclusión social significativamente más elevado que las personas sin discapacidad: en al año 2020, el 9,6% de las personas con algún tipo de discapacidad vivían en situación de pobreza severa, esto representa un 1,1% más que las personas sin discapacidad en el mismo grupo de edad.
Además, España en el año 2021 era el tercer país de los europeos con mayor tasa de riesgo de pobreza infantil. Según el Alto Comisionado contra la Pobreza Infantil del Gobierno de España, y organizaciones como el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (FNUI) o Save the Children, casi un tercio de los niños en nuestro país se encuentran en esa situación, mientras que la media en la Unión Europea se sitúa en torno al 25%17.
La preocupación de la Unión Europea por estos hechos ha provocado que sea una prioridad del Plan de Acción del Pilar Europeo de Derechos Sociales18, de forma que en España se deberá desarrollar una estrategia contra la pobreza infantil que el Gobierno presentó a la Comisión Europea el mes de marzo del año 2022.
A pesar de que la discapacidad, y específicamente aquella relacionada con problemas de salud mental, es un factor reconocido de generación de pobreza y exclusión social, existe falta de información estadística suficientemente relevante y fiable, sobre en qué medida los niños con discapacidad se ven afectados por este fenómeno8-10.
Por otro lado, estos problemas crónicos de salud limitan la actividad de estos menores —lo que puede aumentar las comorbilidades—, siendo el factor socioeconómico un determinante fundamental en ello.
También es variopinta la situación del reconocimiento de las situaciones de discapacidad de los menores según las diferentes administraciones autonómicas: “las Comunidades Autónomas con más población menor de edad que tiene reconocida la situación de discapacidad, en términos relativos, son: Murcia, Asturias, Cataluña, Galicia, Madrid y Canarias”19.
Otro importante condicionante en los niños con discapacidad es la prevalencia de la violencia ejercida sobre ellos. Zuyi Fang et al.20, en una revisión sistemática y metanálisis, encontraron que la prevalencia general de la violencia contra los niños con discapacidad fue del 31,7%, frente a una prevalencia general de niños con y sin discapacidades, que sufrieron violencia de 2,08. Los niños en contextos económicamente desfavorecidos eran especialmente vulnerables a sufrir violencia. Esta revisión muestra que los niños con discapacidad experimentan una alta carga de todas las formas de violencia, a pesar de los avances en la concienciación y las políticas en los últimos 10 años. Los autores resaltan que estos resultados indican la necesidad de trabajo multidisciplinar para proteger a los niños con discapacidades de la violencia. Añaden que se necesita investigación adicional bien diseñada, especialmente en poblaciones subrepresentadas y económicamente desfavorecidas.
Además, los niños con discapacidad presentan:
Es necesario seguir habilitando mecanismos de inclusión de los discapacitados en la sociedad para lograr un mejor estado de salud y bienestar general de la misma.
Desde el área funcional pediátrica de los centros de atención primaria se debe contribuir a la mejora de la situación de estos menores y sus familias mediante su seguimiento en consulta de acuerdo con las necesidades detectadas. También deberemos valorar las derivaciones oportunas según el estado clínico y la edad:
Será muy importante el trabajo multidisciplinar con las subespecialidades pediátricas a las que se derive el menor, pero es también fundamental que este cuente con trabajo social sanitario y la colaboración del equipo escolar común o especializado.