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Si nuestros niños dejan de leer, o nunca han tenido ese hábito, si no llegan a interesarles los cuentos, será en definitiva porque nosotros, la comunidad en la que han nacido, ha dejado de ser visitada por los sueños, y hace tiempo que no tiene gran cosa que contar, ni de sí misma ni del mundo que la rodea. No les culpemos por ello, preguntémonos nosotros, como el gigante del cuento, dónde se oculta nuestro corazón y qué ha sido de los sueños y los anhelos que un día lo poblaron.
Gustavo Martín Zarzo
Que vivimos en un mundo de dispersión, sobrecarga, falsas urgencias y fragmentación es una afirmación que a nadie le puede generar asombro a día de hoy. Desde que nos levantamos hasta que despedimos la jornada, ya sea esta escolar, laboral o únicamente vital, si se tiene esa suerte, estamos constantemente expuestos a una cantidad tan desproporcionada y profusa de datos y estímulos que es prácticamente imposible no sucumbir a la saturación cognitiva, a la intoxicación (o “infoxicación”, tomando prestado el término).
Somos, de manera más o menos consciente, y en un listado agotador como el que sigue, prisioneros de la prisa, de la sobreestimulación, de la inmediatez, de la multitarea, de la conectividad por la conectividad… de lo superfluo al fin. ¿Y qué hay de los niños? Pues, afectados también por este ritmo acelerado y persuasivo, y cada vez más hambrientos de emociones exprés y gratificaciones inmediatas como los adultos, tampoco son ajenos al impacto físico, emocional y psicológico de una sociedad volátil y apremiante que les roba espacio y tiempo para algo tan indispensable e inherente al ser humano como es pensar, evadirse, soñar...
Aunque es innegable que internet, las redes sociales y los dispositivos digitales nos han venido regalando y vendiendo beneficios indiscutibles como sociedad a lo largo de las últimas décadas, el empleo desmedido e irreflexivo de las nuevas tecnologías y la forma en que han modificado nuestros hábitos son dos factores que sin duda están contribuyendo significativamente a la creación de entornos dispersos, inatentos y acríticos.
Recuperar la capacidad de enfoque y profundidad; aprender a gestionar nuestro bien más preciado, el tiempo; ser capaces de racionar la dispersión y, lo más sanador, si cabe, saber atrincherarnos a ratitos en los sueños en busca de refugio, consuelo y evasión se han convertido en desafíos contemporáneos que bien podrían tratarse con el artefacto cultural más discreto y a la vez más poderoso de la historia de la civilización: el libro. Porque el libro, en su callada sencillez de coleccionista de letras, historias y vidas, es razón, tiempo, refugio y alma.
En este contexto, la lectura puede ser tratamiento, como se sugiere ya desde el título de esta breve reflexión sobre la lectura y sus prodigios en la infancia y la adolescencia, pero también vacuna y antídoto.
En cuanto que hablamos de una de las actividades más efectivas de entrenamiento y mejora de la capacidad de concentración en los niños y adolescentes.
Leer es un hábito que exige (amablemente) un esfuerzo mental sostenido, la supresión de distracciones y la activación de un sinfín de procesos cognitivos (algunos de ellos mágicos), al tiempo que fortalece la atención, el enfoque y el pensamiento calmado y analítico, habilidades todas ellas cruciales para el aprendizaje y el crecimiento personal.
Pero es que, además, leer acompaña en la calma, reduce el estrés y promueve la relajación. No son pocos los expertos en salud que han investigado los efectos de la lectura en nuestro cuerpo y mente concluyendo que se trata de una actividad altamente efectiva para reducir el estrés y promover la distensión emocional y física. Cuando abrimos un libro y nos adentramos en lo que Tagore nombró como “el vergel de las palabras”, el ritmo cardiaco tiende a susurrarnos los latidos ‒a disminuirlos, para ser más sensata y prosaica‒, y la tensión en los músculos se alivia como si de alguna extraña manera todos los dioses del mundo nos desataran. Nuestra mente, dispersa y de algún modo alterada, se enfoca en lo narrado, se evade de las posibles fuentes de estrés de la vida real y se recrea flotando ligera por esos mundos que se hayan, misteriosa y acogedoramente, al otro lado, ajena a los tejemanejes del cortisol, como en un insight revelador y callado.
De este modo, la lectura, por su carácter sereno y cautivador, además de facilitarnos soñar despiertos, también nos allana el tránsito al descanso nocturno. Convoca la somnolencia y, por añadidura, mejora la calidad de las horas de reposo durante la noche. El lector pasa, casi sin darse cuenta, de la ensoñación al sueño, de la distracción a la calma. Y lo mismo ocurre incluso cuando aún no se es capaz de descifrar todos esos extraños símbolos impresos. ¿Hay acaso más eficiente melatonina que leerle un cuento a un niño a los pies de la cama?
Leer, además, posee efectos preventivos en nuestro sistema inmunológico intelectual, ya que nos dota de anticuerpos para enfrentar virus tan perniciosos y agresivos como el de la ignorancia, la desinformación, la intolerancia y la rigidez mental. Leer es, en líneas generales (ya que ejemplos ha habido a lo largo de la historia de grandes bárbaros promotores y amantes de la lectura), una inmunización que nos trasforma y transforma, que genera cambios significativos tanto a nivel individual como a una escala mucho más amplia, impactando finalmente en la sociedad en su conjunto. Cuanto mayor sea el porcentaje de lectores inmunes, como ocurre tras una vacunación masiva, mayor probabilidad tendremos como sociedad de conseguir quebrarle algún eslabón a las cadenas de transmisión de todo aquello que nos lastra, que nos impide progresar. No parece sencillo en estos tiempos que corren conseguir una inmunización de rebaño para lograr hacer frente a tanto lobo hambriento, pero no se pierde nada por intentarlo, más bien se gana.
Ya hemos visto que la lectura cura y protege, pero es que, para seguir sumando, también desintoxica. El contacto íntimo con lo impreso contrarresta y neutraliza los efectos ponzoñosos, sutiles o no, de la manipulación, la multitarea y la prisa. Asomarnos a los libros es, indudablemente, un acto deliberado y terco de resistencia frente a la cultura de la urgencia y la tiranía del conocimiento a golpe de clic, una rebelión tranquila que anula el ruido digital y minimiza todas sus insistentes molestias. Los libros no notifican, no avisan, no alertan; pero sí nos agitan, nos estimulan y nos hacen vibrar sin alarmas.
La lectura juega, por tanto, un papel destacado en el desarrollo integral de los niños y adolescentes. No se trata únicamente de una actividad de decodificación, como ocurre durante los primeros años de inmersión, o curricular, como parece traducirse del sentir general, sino de una forma de estar en el mundo y transformarlo. Cada libro leído es una posibilidad de mejora individual (estimulación cognitiva, fomento de la imaginación y la creatividad, desarrollo del lenguaje y enriquecimiento del vocabulario, mejora de la memoria, la concentración, la capacidad de atención, el sueño…) y social (la lectura fortalece el civismo, los apegos/vínculos familiares, la cohesión y el progreso colectivo).
Y es que leer, aunque a menudo se tome por una actividad reservada a la soledad y la introspección, posee la inquebrantable voluntad de crear y fortalecer lazos comunitarios, contribuyendo a la reducción de las desigualdades sociales, como potente herramienta de equidad social que es. Una sociedad que se preocupa por lo cultural e invierte en programas de fomento de la lectura, ya sea desde estamentos educativos, culturales o de salud, es una sociedad que apuesta por el futuro y el bienestar. Si deseamos ciudadanos empáticos, críticos y sanos capaces de construir entornos más justos y vivibles, recetemos libros.
En primer lugar, leyendo. Para ser agente activo de inspiración, es absolutamente necesario sentir una profunda y sincera conexión con aquello que se enseña, recomienda o receta, porque tanto el amor como la pasión o el entusiasmo son tan contagiosos como el más latoso y terco de los catarros.
En segundo lugar, preguntando. De la misma manera que se consulta sobre alimentación, sueño o actividad física, se puede interrogar de forma amable y lúdica sobre los hábitos de lectura familiares e individuales para poder ofrecer, de forma individualizada, consejos y recomendaciones sobre los beneficios que reporta leer en cada etapa del desarrollo.
Mucho antes de la escritura, la tradición oral era la principal forma de transmitir conocimientos, valores, relatos y creencias de una generación a otra. Los seres humanos aprehendíamos ‒así, con hache intercalada‒ el mundo a través de las narrativas, y en ese tejer las historias también hilvanábamos vínculos como el que cose retazos de vidas. Ese concepto de apego, de consideración afectiva por el otro, es fundamental en la Pediatría Social, que defiende la importancia de los vínculos tempranos para el desarrollo integral y saludable del niño (especialmente en contextos de vulnerabilidad social). Nacemos con una predisposición a buscar el contacto y la interacción con nuestros cuidadores, y nuestro desarrollo cognitivo, emocional y del lenguaje depende inexorablemente de esas interacciones tempranas. Si las historias crean puentes entre nosotros, nos permiten empatizar con otros, entender diferentes perspectivas y sentirnos parte de una comunidad, compartir historias fortalece los lazos, y los pediatras podéis ser, además de promotores de salud, proveedores de sueños.
Puedes descargar un póster para la consulta y una "receta".